El cine ha sido visto como una diversión y así fue presentado en sus comienzos, al lado de magos, contorsionistas, juegos de azar y demás posibilidades que ofrecían las ferias itinerantes o los teatros de variedades. Esa condición -y la comercialización feroz que hicieron de él- le legó una funesta fama: "el cine es diversión o entretenimiento". Sin embargo, a la par que los Lumiére retrataban la "realidad", muchos otros, entre ellos George Melies, exploraban otras vías y proponían no sólo otros usos sino también, otras visiones sobre ese nuevo invento. De allí que, también muy temprano, de simple registro del movimiento pasó a ser (y sin la discusión ardua que había soportado la fotografía estática) un arte: el séptimo. No es entonces difícil justificar la presencia del cine en cualquier ámbito de la vida y de la actividad de los seres humanos, incluyendo la academia. El cine no es sólo su argumento, sino un compendio de elementos que han llamado "lenguaje", y su utilización de matices diversos a cada obra fílmica. Uno de los elementos que se juzgan con ligereza es precisamente su más obvio antecesor: la fotografía. Pero mirada con detenimiento, y encadenándola a la narración no es tan fácil de juzgar ni tan inofensiva ni inútil como pudiera creerse: ella da posibilidades de interpretación y de enriquecimiento para el espectador que se toma la molestia de repetir, de detenerse y de intentar aproximarse a la manera en la que el director general y su colaborador, el director de fotografía, construyeron la imagen final que, en última instancia, es aquella que afecta los sentidos y puede hacerlo viajar hasta la idea -como lo proponía el director ruso Sergei Eisenstein: de la imagen al sentimiento y de él a la idea