De entre los sacramentos cristianos, el Bautismo es, sin duda, el que más se sustenta en el Nuevo Testamento. Señala la iniciación cristiana, la puerta por la que judíos y gentiles, esclavos y libres, hombres y mujeres (cf. Gal 3,28) accederán a la comunidad de los que creen en Jesucristo y lo siguen a lo largo de la vida y hasta la muerte, realizando en el mundo el servicio del amor con y como él. Lo que define en cierto modo al cristiano laico dentro de la Iglesia es justamente lo que le es común a todos los demás segmentos del pueblo de Dios: el hecho eclesiológico de ser bautizado. O sea, el de ser –como todos sus hermanos clérigos y religiosos– introducido por el Bautismo en un modo nuevo de existir: el existir cristiano, que lo asimila nada menos que al propio Cristo muerto y resucitado en su misterio pascual.