E l interés por la cuestión del sacrificio me llegó por el camino de la economía. Lo suscitaron dos observaciones, hechas a comienzos de los años ochenta del siglo pasado, dentro del marco de mi trabajo de educación en la solidaridad con los pueblos del Sur. En primer lugar observé que la situación agroalimentaria de esos países se iba degradando en la misma medida en que se integraban en el mercado mundial, lo que me hizo sospechar la existencia de una realidad sacrificial ligada a la lógica misma del capitalismo neoliberal que hacía ya estragos en dichos países mediante la imposición de ajustes estructurales1. En segundo lugar constaté que los datos y cifras de la injusticia provocaban cada vez menos indignación movilizadora y, desde una perspectiva más amplia, que, pese a unos efectos devastadores tan evidentes, el nuevo capitalismo conseguía inhibir toda alternativa de alcance estructural.
