La figura del orientador se implanta en la década de los 90, en medio del desconcierto, para asumir tareas rutinarias que se alejan del papel que inicialmente le atribuye la LOGSE. Frente a ello, el autor reclama el tránsito desde aquel modelo terapéutico hacia un modelo basado en el asesoramiento, que concibe al orientador como un profesional crítico y reflexivo, que ayuda a dinamizar el centro y participa en el diagnóstico de necesidades y el diseño de los planes de acción.