La polifacética crisis del cristianismo se puede –y probablemente se debe– reducir a un común denominador de carácter soteriológico. Esto es verdad en Europa, pero no es improbable que se vaya generalizando. En el pórtico del siglo XXI el cristianismo está tocando fondo en el proceso de pérdida del poder social de sus instituciones, que se inició en el siglo XIX. La falta de reconocimiento social ha ido alcanzando paulatinamente, no sólo al ministerio de los presbíteros católicos 1, sino a todo el entramado institucional cristiano. En muchos lugares sus responsables, por decirlo simbólica y gráficamente, ya no ocupan “lugares reservados” a las autoridades.