El autor sostiene que la esperanza cristiana implica imperiosamente una manera de transformar la realidad presente, a partir de la acción, de la praxis liberadora. La esperanza cristiana, para no quedarse en una entelequia, en una elucubración filosófica, o en una evasión de la realidad concreta en que está inserto el hombre real, de carne y hueso, tiene que operativizar en un lugar y en una hora determinada. En lugar de ser refugio ideal para la conciencia individual, tiene que hacerse cotidianamente, construirse en la historia eficazmente en una ortopraxis generosa que tome partido por los oprimidos y los desposeídos. Esperanza y realidad se interpelan, se conjugan, para luchar por lo necesario dentro de lo posible en una búsqueda activa, dinámica, del ideal cristiano de conversión del hombre y de hacer del mundo un hogar, en esa sociedad sin alienados que nadie ha conocido todavía.
