No pretendo analizar, en un breve trabajo como el presente, las vicisitudes porque han pasado las relaciones Iglesia-Estado en nuestra América, muy complicadas y variadas a lo largo de casi cinco siglos; pero me parece necesario, y hasta urgente, poner en claro algunos puntos básicos del problema. La persistencia de nociones equivocadas sobre esta materia es nociva tanto en el orden civil como en el eclesiástico. No cabe negar que la Iglesia, a partir del Concilio Vaticano II ha incrementado su actuación en el campo de lo Social, político y económico: está haciendo saber que no se resigna a ser un mero testigo o simple crítico teórico de las injusticias y abusos que cometa el poder civil o el poder económico. Cree que le compete la defensa de los marginados, los pobres y los oprimidos. Y hoy se muestra, por fortuna, más liberal y avanzada que muchos autodenominados reformadores y progresistas.
