La violencia social y política de Nicaragua se ocultaba como el polvo fino debajo de una alfombra: estaba ahí, pero no se veía. En los medios de comunicación oficiales, la vicepresidenta, Rosario Murillo, esposa del presidente sandinista, Daniel Ortega —que ya alcanza los 12 años en el poder—, repetía con orgullo cada día: “Somos el país más seguro de Latinoamérica”. Para los nicaragüenses, la frase sonaba a farsa en un país que mostraba poco a poco síntomas de violencia cada vez más crueles.