Tenía doce años cuando me ingresaron con osteomielitis en un hospital infantil. Era una niña feliz, que tenía éxito y gozaba de popularidad en el colegio, extrovertida y segura de mí misma. Nunca había tenido razón alguna para desconfiar de un adulto y no sabía nada de la sexualidad. No estaba en absoluto preparada para afrontar los abusos que iban a sobrevenirme y la confusión de sentimientos que traerían consigo.