La tradición cristiana posee una larga práctica de asignar un género a Dios. Salvo algunas excepciones (p. ej., Juliana de Norwich), a Dios se le asignaba el género masculino hasta la segunda ola de la teología feminista (entre otras, p. ej., Mary Daly, Elizabeth Johnson, Phyllis Trible, Rosemary Ruether, Elisabeth Schüssler Fiorenza, Sallie McFague y Marcella Althaus Reid), cuando empezó a aplicarse a Dios el género femenino como un medio para oponerse al control históricamente condicionado del androcentrismo y las metáforas patriarcales.