El día 2 de marzo de 2009, lunes, al igual que la mayoría de los habitantes del estado australiano de Victoria que tienen móvil, si es que no lo tienen todos, recibí el siguiente mensaje de texto de la policía: “Tiempo terrible esta noche (lunes) y mañana. Vientos fuertes y riesgo de incendios. Escuche la radio local ABC para estar puntualmente informado. No responda a este mensaje”. El día siguiente amanece nublado, algo raro en este verano e inicios del otoño de contumaz sequía en el sureste de Australia, y mientras escribo no dejo de prestar atención a cualquier cambio del viento. Incluso los que vivimos en la ciudad tenemos el presentimiento de que puede ocurrir algo terrible. Precisamente tres semanas antes, un día en que se alcanzarón los 46,4 grados centígrados en Melbourne, con un fuerte y tórrido viento del norte que se desplazó hacia el sur como un cambio frío al atardecer, se desató una tormenta de fuego sobre los pueblos situados en la montaña al norte y el este de la ciudad. Murieron más de doscientas personas e innumerables animales domésticos y salvajes.
