Hasta la llegada de la ciencia moderna, con los padres fundadores del paradigma actual, Descartes, Galileo Galilei y, sobre todo, Francis Bacon, la Tierra se sentía y se vivía como una realidad viva e irradiadora que inspiraba temor, respeto y veneración. A partir de la razón instrumental-analítica de los modernos, empezó a considerarse mera res extensa, un objeto inerte y desprovisto de inteligencia, entregado al ser humano para que éste expresase en ella su voluntad de poder y de intervención creativa y destructiva. Ese punto de vista permitió que surgiera el deseo de explotar de forma ilimitada todos sus recursos y servicios hasta llegar a la situación actual, en la que asistimos a una verdadera devastación de la biodiversidad, a la ruptura del equibrio de los ecosistemas y al calentamiento global. Sorprende, no obstante, que a contracorriente de este proceso destructivo esté emergiendo una nueva percepción de que la Tierra y la Humanidad compartimos origen y destino, y que podemos transformar la posible tragedia en una crisis que dé paso a otro paradigma, esta vez de cuidado y protección de toda la vida.