El esfuerzo por imaginar una iglesia del futuro debe asumir necesariamente el límite e insertarse en una fase histórica particular, marcada por la recepción del Vaticano II, que es un proceso aun distante de su conclusión. El concilio Vaticano II puso de relieve que la iglesia del futuro no puede concebirse simplemente como la restauración de un modo históricamente superado, como lo es del Concilio de Trento, sino que debe fundarse en una regeneración global capaz de superar el eurocentrismo, que ha dominado los últimos siglos de la historia, y también la rígida separación entre clero y laicado para involucrar a todo el pueblo de Dios en este proceso de transformación.