Si lo lingüístico es personal y lo personal es político, en la medida en que los usos del lenguaje constituyen una acción humana con unos u otros efectos subjetivos y culturales, la educación lingüística debiera fomentar no solo la adquisición de competencias comunicativas en las aulas, sino también el aprendizaje de una ética democrática de la comunicación que favorezca la equidad y la convivencia armoniosa entre las personas, entre las lenguas y las culturas.